lunes, 22 de agosto de 2011


“El verdadero dolor, el que nos hace sufrir profundamente, hace a veces serio y constante hasta al hombre irreflexivo; incluso los pobres de espíritu se vuelven más fuertes después de una gran dolor.”



            Esta frase del gran escritor ruso Fiodor Dostoievsky refleja y sintetiza, desde mi punto de vista, una de las verdades más grandes que se hace presente a lo largo de la vida. Al leerla una y otra vez, al repetirla incesantemente, voy dándome cuenta de que lamentablemente tiene un carácter verídico que no se puede negar: a lo largo de nuestra existencia, es “necesario” y es inevitable vivir o atravesar situaciones dolorosas e irreversibles que nos conducen a la desesperación y a la resignación; al sentimiento prematuro de que nada tiene sentido o de que nada puede estar peor o a la sensación de que la vida nos ha castigado profundamente sin ningún argumento para justificar dicha acción. Pero es aquí donde justamente Dostoievsky nos brinda una reflexión tan importante, que quizá, pueda ayudar a apaciguar un poco o a extinguir medianamente ese “fuego” que se encuentra en las raíces de nuestros espíritus cuando estos factores se introducen en nuestra cotidianidad: este novelista de personajes tan particulares indica explícitamente que dichos factores que nos “sumergen” en lo irremediable o en lo irrecuperable, algunas veces (y quiero creer que en la mayoría) nos ayudan a fortalecer nuestro espíritus o a convertir nuestros cuerpos en una coraza impenetrable donde ya nada puede ingresar. Nos dañan pero no nos matan, nos castigan pero no lo suficiente como para conducirnos a la rendición, pero por sobre todas las cosas nos transforman radicalmente y nos indican el camino para encarar o mirar de una manera diferente a la vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario